lunes, 29 de abril de 2013

La zona 5 de un escribiente

Texto de Facundo (JSC, 1965)

Se ha dicho que las zonas de la ciudad de Guatemala son como celdas desordenadas, un caótico sistema en el que los números no le cuadran al que aprendió a contar de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres… Sin embargo, si nos ponemos de pie delante de un mapa de esta ciudad sobre la cual llueven las balas todos los días con sus noches, podremos partir de la zona 1 en un viaje en que las zonas se extenderán en una espiral que, por la fuerza centrífuga que produce la procreación entre sus habitantes, se ha extendido más allá de lo que algunos quisieran, aunque a otros todavía les quede demasiado chica. A mí no. A mí me basta y sobra.
Las primeras memorias de mi vida en la zona 5 se sitúan en una casa del barrio La Palmita. Mi madre trabajaba para la Universidad Popular. Impartía clases de corte y confección y enseñaba a hacer juguetes de trapo (payasos, caballitos, muñecas) a mujeres adultas en el Jardín de Niños Natalia Gorriz de Morales, que durante las mañanas, por supuesto, estaba lleno de incansables párvulos.
Cierta noche lluviosa de 1969, mi madre tuvo que dejarme solo en casa. No había nadie que pudiese cuidarme. La casa era húmeda, pequeña; yo la veía como un terrible laberinto oscuro, una mazmorra. Mi madre se encargó de que me durmiera antes de partir a dar clases. Cuando volvió, me encontró empapado pero aún dormido. Sobre el lugar en el cual estaba la cama en la que mi mamá me había acostado, en el techo de lámina, había un agujero del cual caía una gota que poco a poco me mojaba, y yo, sin advertirlo, totalmente enfundado en mis sueños, me encontraba en un colchón húmedo cuando mi madre volvió de trabajar, dos horas después.
Fue en esa misma casa cuando, en julio de 1969, vi a Neil Armstrong descender sobre la superficie de la Luna. Fue la época de mis viajes con mi tío Augusto a la costa del sur de Guatemala, cuando me tomaron una memorable foto (aunque ya perdida) en la que me asomaba por encima de la carlinga de un avión agrícola. Supongo que fue ese el día en que nació mi amor por la aviación, que me llevó a consumar mis ilusiones y a hacerme piloto aviador privado en 1984.
Un año después, me convertí en el insoportable niño que era perseguido por don Cástulo, el guardián del Jardín de Niños Natalia Gorriz de Morales. El pobre hombre debía correr detrás de mí cada vez que me escapaba de la escuela y trataba de llegar a la nueva casa que se encontraba en la 23ª. avenida del barrio La Palmita. Era la casa que le alquilaban mis padres a doña Nela. Había salido finalmente de la mazmorra. Era una casona de dos plantas, en la que mi padre se convertía en licántropo cada vez que yo subía las gradas delante de él, con las luces apagadas, luego de lavarme los dientes en el lavabo del sanitario de la planta baja. Ese miedo nacía luego de mi irrefrenable deseo de ver Teatro de Terror por televisión, y contemplar y escuchar en aquella pantalla en blanco y negro las historias del monstruo de Frankenstein, y del hombre lobo y Drácula. Pero enfrente de esa casa vivía algo que me aterrorizaba más que los monstruos: era don Maco, quien con su jeringa se encargaba de inyectarme cada vez que enfermaba, lo cual, me parece, sucedía muy a menudo.
El parque Navidad, que se encuentra entre la Escuela Nacional para Niñas República de Líbano y el salón de actos del Jardín de Niños (ese que tenía en sus patios los enigmáticos caballos de cemento en los que cabalgaba a los cinco años) fue el testigo de la ocasión en que mi medio hermano, quince años mayor, me defendió de unos patojos que me dieron un puñetazo en el vientre.
Fue por aquella época cuando él, quien fue el primer baterista del conjunto Cuerpo y Alma –la banda de rock cuya historia se puede leer en el libro publicado por Marco Antonio Luna (el Gordo)–, estaba de novio con Magdalena, quien me obsequió otro juguete que influyó en mi manera de ver la aviación: cuatro biplanos de plástico.Recuerdo cierta tarde de uno de esos años que se encuentran escondidos en la escala de grises tonalidades de la memoria, cuando, apoyado en lo que creo era un lavamanos en El Escorpión, yo escuchaba uno de los ensayos de aquella banda que fue muy famosa en los años 1970.
De la escuela Natalia Gorriz de Morales fui enviado directamente a la educación primaria, ya que la directora recomendó que no cursara preparatoria. Era demasiado inquieto y me aburría, así que con seis años de edad me inscribieron en el primer grado de primaria. La señorita «Piano» quedó atrás, y Blanca Rut, cuyo apellido no recuerdo, fue la primera maestra de cuyo bello rostro me enamoré.
Pero la zona 5, y La Palmita, siguieron siendo mi pequeño mundo mientras crecía. En el cine Moderno, en San Pedrito, vi la película Terremoto (1974), poco antes de que el de 1976 ocurriera y yo viviera uno de verdad y no con el sistema Sensorround, que empleaba unas gigantescas bocinas que hacían temblar las butacas cada vez que en la pantalla veíamos los edificios derrumbarse. Y, aunque mis recuerdos son nebulosos, creo poder ver a una gaviota sabia, llamada Juan Salvador, posada en la playa, mientras mi madre, sentada junto a mí en el cine Olimpia, me explicaba lo que aparecía en la pantalla, lo cual debe haber sucedido en 1973 o 1974. Aunque, a decir verdad, en aquella época los estrenos no llegaban con la misma velocidad con que lo hacen ahora. Cuando el cine Latino no se había transformado en sala de pornografía ni en iglesia pentecostal, sus butacas me recibieron. En él vi, años después de su estreno, la película Tiburón. Ahora, ninguno de los tres funciona.
Doña Güichita me recibía con gusto cada vez que llegaba con la enorme cantidad de cinco centavos a comprarle una de aquellas sorpresas que tenían un arlequín en el envoltorio, y que encerraban tesoros que cubrían mi petate de juegos. Eran para mí los más valiosos, aunque eran puras fruslerías de plástico.
Mi madre, por su parte, pasaba a comprar carne a la marranería de don Tin y doña Irene. A don Cheyo nunca le comprábamos la leche, pero el claxon de su motoneta sonaba a lo largo de toda la cuadra, mientras se perdía en la distancia y se detenía en cada esquina a repartir su preciada carga. Yo, en cambio, iba a la abarrotería que se encontraba a un par de cuadras al sur, a buscar una botella de vidrio de leche Foremost.
Sin embargo, lo que más disfrutaba eran los chistes que compraba en la librería Chiquilladas. Las revistas de Editorial Novaro cambiaron varias veces de tamaño, pero seguían teniendo el mismo encanto. No me las perdía, y reuní una gran cantidad que guardaba celosamente en la parte inferior de una vieja mesa de noche, y las cuales leía una y otra vez. Fueron verdaderas fiestas las pocas ocasiones en que recibí una fabulosa revista Billiken.

Cuando sí eran jardines
En 1975, nos mudamos a Jardines de la Asunción Sur, una nueva colonia que era lo más recientemente construido en esos otrora campos que rodeaban al Mayan Golf, en La Chácara, y bosques de cipreses que tuvieron que ser tumbados para construir las nuevas, y para entonces modernas, casas de ladrillo y concreto, diseñadas con una técnica que nos salvaría la vida un año después. Lo que más me gustaba de aquella casa era el pasto delante y detrás. Una verdadera novedad, porque hasta entonces solamente había conocido el frío cemento, las baldosas y unas cuantas flores en macetas a las que apenas alumbraba el sol unos minutos cada día.
Cuando no existía aún el Novicentro (ahora Condominio Jardines del Sur), había en ese lugar una hondonada que en la época de lluvias se convertía en una laguna en la cual nos sumergíamos y de donde sacábamos los renacuajos que luego se transformarían en ranitas dentro de palanganas en nuestras casas. Meterme en el agua sucia me valió en más de una ocasión una buena cinchaceada por entrar cubierto de lodo en la casa. En esa época eran verdaderos «jardines», pues cada casa tenía su propia versión del paraíso en el frente (y nada de verjas ni rejas ni portones), y cuando las lluvias comenzaban, no era extraño hallarse con un gran sapo en el césped del frente.
Paseábamos en bicicleta por toda la colonia, que entonces no se había convertido en el laberinto de callejones sin salida que es ahora debido a todas las rejas que los temerosos vecinos han colocado, ni guardianes, ni personas que limitaran el paso de los viandantes.
En la parte de más reciente construcción de Jardines de la Asunción, en la diagonal 14 y la 20ª. calle, se encontraba un bosquecito de cipreses. Al otro lado se podía ver el mercado Asunción, que ahora está rodeado por la Unidad Periférica del IGSS, bodegas y otras casas que fueron edificadas luego del terremoto de 1976. En ese lugar se estacionaban las camionetas de la ruta 9, que llegaban por el puente La Asunción hasta la finca El Zapote.
Algo mejor que un parque prohibido
Jugábamos beisbol con los patojos de la cuadra en el «campito», como llamábamos al que ahora se ha convertido en un parque municipal «administrado» por un comité que ha reglamentado su uso de tal manera que solo falta que se prohíba entrar en él en absoluto, a menos que uno sea miembro de lo que muchos confunden ilusamente con un «condominio», pero que no es más que otra colonia. En ese sitio les di un par de patadas en el rostro a unos vecinos puertorriqueños que trataron de darme un escarmiento por llegar tarde a la reunión de la «pandilla». Desde entonces se reafirmó mi deseo de ser un solitario. El hijo mayor de los vecinos de enfrente fue la única persona que leyó el primer cuento que escribí, a los 12 años, y que dio inicio al hábito que me ayudó a mantenerme cuerdo en medio de la soledad de los hijos únicos.
Poco tiempo después, el gimnasio Zar' Doz tuvo sus inicios en el Novicentro, donde antes hubo una pista de patinaje, en el mismo piso donde se estableció la primera Pizza Hut de la zona 5, que no era tan glamorosa como la que ahora se encuentra en la 27ª. calle, cerca del Muñecón.
Fue en esa esquina, la que está ante la mirada del monumento al Trabajo, donde si no mal recuerdo hubo una sucursal de los helados San Gregorio (aunque mi memoria puede engañarme), y fue mientras caminaba una madrugada a dos cuadras de allí, desesperado porque el ruletero no pasaba, que tuve que correr en retirada cuando cuatro asaltantes armados con un revólver me persiguieron pasada la medianoche, hasta que entré en el restaurante Los Emilios, donde me dieron refugio hasta que un ruletero llegó, ya que en aquellos tiempos abría hasta muy tarde. Eso sucedió allá por 1985, cuando volvía de trabajar en el famoso hotel El Dorado (ahora Barceló).
Y podría seguir recordando muchas cosas más: los felices días gélidos de noviembre y diciembre, las agobiantes tardes calurosas de marzo, los juguetones días lluviosos de mayo, las tremendas tormentas eléctricas de antaño, y los rayos que, como sierras o cuchillos, partieron a dos cipreses en dos. Ambos árboles estaban muy cerca de mi casa, y en una de esas ocasiones yo veía fijamente el ciprés que, fulminado, se quemó delante de mis aterrorizados ojos.
Puedo decir que la zona 5 ha sido para mí un refugio entre el limbo de la antigüedad del centro que nunca cuaja y la violencia del futuro que empezó hace mucho tiempo, y que se encuentra en la periferia de esta ciudad que a muchos les resulta muy grande, a otros demasiado pequeña, pero que para mí es suficiente, porque es el lugar que me vio nacer y que, seguramente, me verá desaparecer también.

jueves, 11 de abril de 2013

Cualquier lugar menos en la zona 5.




Sé perderme en cualquier lugar menos en la zona cinco. Cuando me pedían un número de emergencia en el colegio para llamar por mis ataques de asma, siempre decía: Jardines de la Asunción, Zona cinco. Me preguntaban de nuevo por un número y yo contestaba lo mismo. Era lo único que conocía o lo único que me importaba conocer. Creo que realmente es lo único que conozco.
Soy de las hijas que siguen llamando a las tiendas con el apodo de la dueña, de las que lloraba por un helado en Rorro's y de las que se reía con los chistes sobre la mara five. Nunca supe de ellos pero siempre copiaba la risa de mi papá y sus amigos para sentirme mayor. Los de la cuadra de mi mamá se sentían como mis amigos, los del arco tres ya eran como familia. Los sábados de ceviche paseábamos por toda la zona cinco en un pickup y sentía como cuando jugábamos con mis primos con un carruaje manejando por los corredores en la casa. 
A pesar de que las calles no podían estar más agrietadas, seguíamos patinando. Tuve mis mejores raspones en esa zona. Aprendí cual era el mejor lugar para poner las "bases" para jugar Quick Ball, la primera llamada falsa que hice fue a mi vecina e investigar los hormigueros en las aceras siempre me alejó de las malas juntas. 
Toda mi infancia la viví en Jardines, en la doce calle. Mi casa quedaba enfrente de Don Saúl, ese don que dacían que siempre andaba armado y tenía en la terraza con un montón de jaulas con pájaros. Él nos llamaba cuando creía ver un ladrón y miraba por la ventanita de su puerta. Nunca vi si tenía cuerpo. Mi prima vivía a la par de don Saúl y mis otros primos vivía en el arco tres. Eramos nuestra versión de la Mara Five. Siempre quisimos encarnar en las historias de los grandes. Esta Mara se conformaba con tocar timbres, caminar hasta el Novicentro bajo el sol y salir a bicicletear siendo colados por un par de perros paranóicos. 
Regreso y el sentimiento es mutuo. La cuadra me extraña y yo la extraño a ella. A la zona cinco no se le regresa solamente para verle los encajes ya amarillos sino para retomar la conversación. Ella te habla, te da el tour y te enseña fotos de nuevo. Te quema olores para que te veas en los shorts de sábados por la mañana. La zona, la cuadra, la casa no le habla al turista, ella solo le agarra los cachetes con bienvenida a los conocidos. Esta zona, esta mujer es grande, regordeta con una peineta dorada para agarrar el poquito pelo que le queda. No importa cómo está vestida, uno solo mira el mantel que está poniendo en la mesa. Uno se sienta porque ya es hora de comer, descansa la cara en la mano y la mira contar de cuando eras patojo. Se puede notar la cara de enamorado, esa con risa de lado que uno pone al verla de nuevo.



Texto: Désirée Cordón.