jueves, 26 de marzo de 2009

requiem por los choferes

Mi abuelo pasa sentado en el umbral de la puerta de su casa, bajo un árbol, la mayor parte del día. Tiene casi ochenta años. Un tipo rudo y exacto, mi abuelo. Me enseñó a ser diplomático. Uno debe ser pobre pero honrado, dice. Y sí, mi abuelo es pobre y también honrado. O lo parece. Las mujeres fueron el problema de mi abuelo. Tenía muchas y a menudo olvidaba sus nombres.
En su habitación tiene guardado un álbum con las fotos de sus amantes. Una de ellas era brasileña. Era una señora de tetas grandes y caídas, con mucho maquillaje. Mi abuelo me enseñaba las fotos y se reía mostrándome su placa dental. En una de las paredes de su cuarto, cuelgan tres fotos: la primera es de mi abuelo con su madre, donde él se ve como una réplica de Sartre y ella como simpatizante del Führer; en otra, sus cinco hijas, entre ellas mi madre; y en la última, un gigantesco autobús Ford, modelo cuarenta y nueve.
Era el bus que manejaba mi abuelo, desde la entonces remota Villa Canales hasta Guatemala ciudad de 1949 a 1954. Mi abuelo fue chofer de camioneta, sí. Luego, tuvo infinidad de trabajos hasta que llegó a ser Inspector General de transportes en la Municipalidad. Mi abuelo el diplomático.
Cuando yo era niño, es decir, cuando tenía unos diez años, mi madre no tuvo más remedio que enviarme a la escuela sólo en el transporte público. Tenía que irme en una de esas van Ford, las cuales adaptaban para el servicio. Le instalaban bancas de madera y las pintaban de blanco y morado. Eran las Apmingua. Entrabas agachado porque el espacio dentro era reducido. Yo siempre iba cerca de la puerta trasera. Junto a mí, todos los días se sentaba una señora con el pelo largo y negro cundido de diminutas liendres blancas. Yo hacía todo lo posible por no verla.
Cuando llegabas a cada parada, un tipo que asistía al chofer corría a abrir la puerta de atrás y la gente salía de un brinco. Yo tomaba la ruta que iba hacia la Terminal de autobuses, me bajaba como a un kilómetro de la escuela y luego empezaba el largo ascenso por la montaña en cuya cima estaba situado el colegio salesiano donde asistía.
Pasaba sitios pobres llenos de ladrones. La primera vez que me asaltaron fue allí. Tenía doce años. Pero bueno, la cosa es que conocía a casi todos los pilotos de esos microbuses. Canche me decían, porque para ellos yo era rubio. Podía ir tranquilo con ellos. Recuerdo especialmente uno, que era  amable. Me avisaba cuando ya me tenía que bajar. Si veía que venía por el camino, se detenía a esperarme para abordar el bus. Los otros no lo hacían, simplemente se iban.
Unos años después terminaron por expulsarme de aquella escuela en la montaña. Se hartaron de mí los curas, cuya vocación son los jóvenes con problemas. Yo debía ser uno demasiado grueso para sus católicas eminencias. Así que mi madre me inscribió en un lugar cerca de su oficina. Para controlarme, obviamente. Y tuve que abordar otros buses, ya no aquellos donde me conocían.
Un alcalde nuevo tomó posesión y decidió cerrar todas las rutas de microbuses. Adiós viejas van Ford, con bancas de madera. En su lugar envió autobuses mucho más grandes y cómodos. Y a los pilotos de los viejos microbuses, simplemente los mandaron al carajo.
Empezaron las protestas. Un día yo venía del supermercado, caminando por el boulevard. A lo lejos vi que la policía amedrentaba a los pilotos inconformes. También pude ver cómo subían a la parte trasera de una patrulla a un par de inconformes. Con golpes por supuesto.
Ya cuando estaba cerca, pude ver quienes eran. A uno no lo había visto antes y al otro, pues bueno, era aquél tipo amable que me esperaba. Tenía las manos contra su espalda, unidas por las esposas. Me vio y me reconoció y hasta hoy no he podido olvidar aquella mirada de tristeza. Lo estaba perdiendo todo aquel día y encima se iba preso. Y con una golpiza de postre, por supuesto. La patrulla arrancó con la sirena abierta y yo me quedé viéndolo sin decir nada.
No supe nada de él en años, hasta que lo encontré hace unos cinco, tirado en una acera fuera de un bar. Ahora es un indigente. Un charamila. Vaya, habrá que agradecérselo a la suerte.
En fin. Hoy, en Guatemala City parece que asesinar a los pilotos de autobús es el deporte favorito de los sicarios. Los matan a diario, en todas partes. Mi abuelo me lo cuenta aturdido cada vez que lo saludo, afuera de su casa.
Yo vengo del linaje de un chofer de bus. Así que pienso en las familias de esos pilotos. En los hijos huérfanos, en los hijos que no nacerán, en los nietos que no escribirán en blogs, textos que no salvarán a nadie. Y también en aquél tipo en la parte de atrás de una patrulla, hace diez años, cuando mi abuelo tenía sus últimas amantes.

lunes, 16 de marzo de 2009

La Puerta Roja

(Esta no es La Puerta Roja)

Mi madre le daba comida al Bacho, cada vez que éste llegaba muy borracho pidiendo una moneda. Era típico, era un borracho sin un centavo, sucio de banquetas y con los pómulos reventados, moreno, melancólico y mañoso. De vez en cuando, le hacía el favor a mi madre de irle a tirar la basura, otras veces, la dejaba tirada en la esquina. Muchos borrachos de la zona cinco se juntaba en La Puerta Roja, una cantina multitudinaria a donde llegaban borrachos de todas las colonias, hasta de Jardines, pues las conversaciones eran sobre dolores renales, medicinas naturales para curar la cirrosis, sopas especiales para la cruda, licores clandestinos, fechas de difuntos ilustres, amigos en común y las nostalgias de los años en una vida de parrandas humildes y visiones excesivas. A mi me gustaba llegar a comprar a esa tienda porque los bolos eran buenos y siempre andaban regalando su pisto a los patojos. Me contaron que una tarde llegó un bolito como el Bacho y se veía muy mal, estaba pálido y sin un len; a su lado estaba un finquero muy conocido por sus bromas y al ver al bolito le ofreció, no un trago, sino siete, advirtiéndole que si no se tomaba los siete de un solo, los tenía que pagar el mismo, pero si se los tomaba todo serían a cuenta de el. El bolito aceptó y se echó el primero, el segundo, y así hasta llegar al séptimo, se le vio feliz de haberle ganado el reto al orgulloso finquero. El finquero le dio la mano y dándole un abrazo estaba, cuando el bolito no se contuvo y con un sonido gutural devolvió los tragos con un vomito sangriento que le dejo manchado el pecho al finquero, que oyó el ultimo suspiro del bolito en el oído. Esta historia era comentada mucho después de todo, y los bolitos ya no aceptaban retos de ninguno, tomaban en pachitas el alcohol puro para sanar heridas, porque las heridas de ellos eran muy profundas y no habrían cicatrizado ni con todo el tiempo del mundo.

Todavía cuando llego a la zona cinco veo al Bacho, ese borracho inmortal que se terminará bebiendo todo el ron de La Puerta Roja.

Guatemala 13/03/09

Lester Oliveros Ramírez

jueves, 12 de marzo de 2009

Zona 5: El Profe y el Chato

Durante la primaria abordé todos los días la misma camioneta 3 a las 6:00 am, tiempos aciagos donde no me permitían dormir. Durante esa cantida de tiempo como que controlás la gente que utiliza el servicio a las mismas horas y de alguna manera sentís que vas más seguro pues hay gente conocida. Una de esas personas era un profesor de matemáticas que según mi papá llevaba varios años dedicándose a eso. Todas esas semanas lo mirábamos con mi hermano menor al menos una o dos veces, siempre se subía en la 34 avenida de la zona 5.
Cambié de escuela, horario de estudio etc y jamás lo volví a ver. De un año para acá, volví a utilizar la misma ruta 3, siempre temprano por la mañana. Me he vuelto a encontrar a este profesor pero el tiempo hizo estragos en él. El pelo más blanco, mucho más blanco, lo reconocí pero el encontrarlo no me causo ningún sentimiento, es aquello que tu vida sigue igual. Total que hace dos semanas subí a la camioneta que me lleva a la zona cinco, sobre la 10ª avenida y 8ª. calle. Ahí me encontré al profesor, con el mimos atuendo de siempre, camisa a cuadros, suéter planchado, pantalón formal. Impecable pero con señales de que en años no se han lavados esas prendas.
Soy el menos indicado para defender gente, siempre juzgo a diestra y siniestra. Sobre todo a los profesores. En fin. Lo reconozco pero me llama la atención ver que en realidad el profe, lo que está haciendo es pidiendo limosna. Se acerca a la gente, extiende su mano y dice “¡Me da un quetzal!”.
No sé, en realidad no fue que me haya sentido mal, simplemente me sorprendió. Que más se necesita para no terminar en la calle, un trabajo honrado, hijos que te cuiden en la vejez, no lo sé lo cierto es que no lo he vuelto a ver. Y solo me generan dudas cuanto te acercás a esa edad.

El chato es otro caso. Desde hace 20 años he tenido la desventaja de tener a mi vecindad una tienda. Es una mierda en realidad. La cantidad de gente que pasa frente a la casa es demasiada, por lo general dejan la basura tirada frente a mi casa entre otras cosas. Lo peor sucede los domingos. Ese día la selección de fut de la Ferrocarrilera compuesta por jugadores del asentamiento de los alrededores después de jugar va a celebrar la victoria, empate o perdida a esta puta tienda. Todos los domingo escuchan su maldita música, hablan de sus putos temas y se ponen a verga. Eso incluye orinar en las paredes de mi casa entro otras cosas, pero que le vamos hacer, así son los chapines a la tortrix.
Uno de todos esos bastardos es el Chato. Con lentes, chaparró, piel morena casi blanca y malo para chupar. Hijo de una tortillera pasa la vida entre el campo de fut, las tortillas de su mamá y de cacha en el trabajo que se le ponga enfrente. Y bueno, a él le iba mejor con las mujeres lo reconozco. Bueno, a cualquiera le ha ido mejor con las mujeres. Total que conoce a esta mujer, tiene un noviazgo etc y deciden vivir juntos. Pasa el tiempo y el chato y sus amigos no regresan a hacerme de la vida una mierda los domingos. A bueno, he de decir que mucho tiempo después, ya de mayor llamé a la policía un par de veces para que esos mierdas fueran a chingar a otro lado. Y mi empresa fue un éxito.

Total que hace unos día me entero que el chato, harto de su vida de casado, arremete contra su esposa y la mata. El chato enviuda por mano propia, mata a su mujer y huye. Una semana después (el domingo pasado) la policía lo va a traer a la casa de su mamá. La familia de la difunta no lo quiere preso... lo quiere en sus manos.

domingo, 1 de marzo de 2009

Botella, papel o ropa

Así gritaban las señoras cuando pasaban frente a mi casa. Yo, con seis o siete años, ya podía imitarles a la perfección. Es exactamente el mismo tono del "Oh dulce Jesús mío, perdón, perdón" de los entierros que no quiero que canten en el mío. Los afiladores: los cuchillos, las tijeras qué afilar. Los zapateros: se arreglan zapatoooos. El gas, la leche, el pan, qué se yo. Supongo que la zona cinco es de privilegiados porque acá antes de Dominos y sus treinta minutos o gratis, ya había reparto a domicilio de todo tipo de producto de primera necesidad. Pero entre todos estos, queridísimo Arana, el que más me prende la nostalgia es !el que reparaba paraguas! Joder, habrán sido los paraguas tan caros como para reparar uno. Los chinos deben haber quebrado al señor. Ahora, aún con todo y crisis, un paraguas te vale veinte quetzales en la calle, ¿cuánto podrían haber cobrado por reparar un paraguas? Otro oficio extinguido.
Suponé que escribir también se extinga un día y que haya una máquina para soñar.
Yo no me preocuparé.
Escribir no me da de comer.
Pero la primera vez que mire esa maldita máquina, la voy a destrozar.

(a veces, oigo el tristísimo silbido del tren. la última vez fue como en octubre. será verdad ¿o mi bipolar mente me traiciona?)