lunes, 29 de abril de 2013

La zona 5 de un escribiente

Texto de Facundo (JSC, 1965)

Se ha dicho que las zonas de la ciudad de Guatemala son como celdas desordenadas, un caótico sistema en el que los números no le cuadran al que aprendió a contar de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres… Sin embargo, si nos ponemos de pie delante de un mapa de esta ciudad sobre la cual llueven las balas todos los días con sus noches, podremos partir de la zona 1 en un viaje en que las zonas se extenderán en una espiral que, por la fuerza centrífuga que produce la procreación entre sus habitantes, se ha extendido más allá de lo que algunos quisieran, aunque a otros todavía les quede demasiado chica. A mí no. A mí me basta y sobra.
Las primeras memorias de mi vida en la zona 5 se sitúan en una casa del barrio La Palmita. Mi madre trabajaba para la Universidad Popular. Impartía clases de corte y confección y enseñaba a hacer juguetes de trapo (payasos, caballitos, muñecas) a mujeres adultas en el Jardín de Niños Natalia Gorriz de Morales, que durante las mañanas, por supuesto, estaba lleno de incansables párvulos.
Cierta noche lluviosa de 1969, mi madre tuvo que dejarme solo en casa. No había nadie que pudiese cuidarme. La casa era húmeda, pequeña; yo la veía como un terrible laberinto oscuro, una mazmorra. Mi madre se encargó de que me durmiera antes de partir a dar clases. Cuando volvió, me encontró empapado pero aún dormido. Sobre el lugar en el cual estaba la cama en la que mi mamá me había acostado, en el techo de lámina, había un agujero del cual caía una gota que poco a poco me mojaba, y yo, sin advertirlo, totalmente enfundado en mis sueños, me encontraba en un colchón húmedo cuando mi madre volvió de trabajar, dos horas después.
Fue en esa misma casa cuando, en julio de 1969, vi a Neil Armstrong descender sobre la superficie de la Luna. Fue la época de mis viajes con mi tío Augusto a la costa del sur de Guatemala, cuando me tomaron una memorable foto (aunque ya perdida) en la que me asomaba por encima de la carlinga de un avión agrícola. Supongo que fue ese el día en que nació mi amor por la aviación, que me llevó a consumar mis ilusiones y a hacerme piloto aviador privado en 1984.
Un año después, me convertí en el insoportable niño que era perseguido por don Cástulo, el guardián del Jardín de Niños Natalia Gorriz de Morales. El pobre hombre debía correr detrás de mí cada vez que me escapaba de la escuela y trataba de llegar a la nueva casa que se encontraba en la 23ª. avenida del barrio La Palmita. Era la casa que le alquilaban mis padres a doña Nela. Había salido finalmente de la mazmorra. Era una casona de dos plantas, en la que mi padre se convertía en licántropo cada vez que yo subía las gradas delante de él, con las luces apagadas, luego de lavarme los dientes en el lavabo del sanitario de la planta baja. Ese miedo nacía luego de mi irrefrenable deseo de ver Teatro de Terror por televisión, y contemplar y escuchar en aquella pantalla en blanco y negro las historias del monstruo de Frankenstein, y del hombre lobo y Drácula. Pero enfrente de esa casa vivía algo que me aterrorizaba más que los monstruos: era don Maco, quien con su jeringa se encargaba de inyectarme cada vez que enfermaba, lo cual, me parece, sucedía muy a menudo.
El parque Navidad, que se encuentra entre la Escuela Nacional para Niñas República de Líbano y el salón de actos del Jardín de Niños (ese que tenía en sus patios los enigmáticos caballos de cemento en los que cabalgaba a los cinco años) fue el testigo de la ocasión en que mi medio hermano, quince años mayor, me defendió de unos patojos que me dieron un puñetazo en el vientre.
Fue por aquella época cuando él, quien fue el primer baterista del conjunto Cuerpo y Alma –la banda de rock cuya historia se puede leer en el libro publicado por Marco Antonio Luna (el Gordo)–, estaba de novio con Magdalena, quien me obsequió otro juguete que influyó en mi manera de ver la aviación: cuatro biplanos de plástico.Recuerdo cierta tarde de uno de esos años que se encuentran escondidos en la escala de grises tonalidades de la memoria, cuando, apoyado en lo que creo era un lavamanos en El Escorpión, yo escuchaba uno de los ensayos de aquella banda que fue muy famosa en los años 1970.
De la escuela Natalia Gorriz de Morales fui enviado directamente a la educación primaria, ya que la directora recomendó que no cursara preparatoria. Era demasiado inquieto y me aburría, así que con seis años de edad me inscribieron en el primer grado de primaria. La señorita «Piano» quedó atrás, y Blanca Rut, cuyo apellido no recuerdo, fue la primera maestra de cuyo bello rostro me enamoré.
Pero la zona 5, y La Palmita, siguieron siendo mi pequeño mundo mientras crecía. En el cine Moderno, en San Pedrito, vi la película Terremoto (1974), poco antes de que el de 1976 ocurriera y yo viviera uno de verdad y no con el sistema Sensorround, que empleaba unas gigantescas bocinas que hacían temblar las butacas cada vez que en la pantalla veíamos los edificios derrumbarse. Y, aunque mis recuerdos son nebulosos, creo poder ver a una gaviota sabia, llamada Juan Salvador, posada en la playa, mientras mi madre, sentada junto a mí en el cine Olimpia, me explicaba lo que aparecía en la pantalla, lo cual debe haber sucedido en 1973 o 1974. Aunque, a decir verdad, en aquella época los estrenos no llegaban con la misma velocidad con que lo hacen ahora. Cuando el cine Latino no se había transformado en sala de pornografía ni en iglesia pentecostal, sus butacas me recibieron. En él vi, años después de su estreno, la película Tiburón. Ahora, ninguno de los tres funciona.
Doña Güichita me recibía con gusto cada vez que llegaba con la enorme cantidad de cinco centavos a comprarle una de aquellas sorpresas que tenían un arlequín en el envoltorio, y que encerraban tesoros que cubrían mi petate de juegos. Eran para mí los más valiosos, aunque eran puras fruslerías de plástico.
Mi madre, por su parte, pasaba a comprar carne a la marranería de don Tin y doña Irene. A don Cheyo nunca le comprábamos la leche, pero el claxon de su motoneta sonaba a lo largo de toda la cuadra, mientras se perdía en la distancia y se detenía en cada esquina a repartir su preciada carga. Yo, en cambio, iba a la abarrotería que se encontraba a un par de cuadras al sur, a buscar una botella de vidrio de leche Foremost.
Sin embargo, lo que más disfrutaba eran los chistes que compraba en la librería Chiquilladas. Las revistas de Editorial Novaro cambiaron varias veces de tamaño, pero seguían teniendo el mismo encanto. No me las perdía, y reuní una gran cantidad que guardaba celosamente en la parte inferior de una vieja mesa de noche, y las cuales leía una y otra vez. Fueron verdaderas fiestas las pocas ocasiones en que recibí una fabulosa revista Billiken.

Cuando sí eran jardines
En 1975, nos mudamos a Jardines de la Asunción Sur, una nueva colonia que era lo más recientemente construido en esos otrora campos que rodeaban al Mayan Golf, en La Chácara, y bosques de cipreses que tuvieron que ser tumbados para construir las nuevas, y para entonces modernas, casas de ladrillo y concreto, diseñadas con una técnica que nos salvaría la vida un año después. Lo que más me gustaba de aquella casa era el pasto delante y detrás. Una verdadera novedad, porque hasta entonces solamente había conocido el frío cemento, las baldosas y unas cuantas flores en macetas a las que apenas alumbraba el sol unos minutos cada día.
Cuando no existía aún el Novicentro (ahora Condominio Jardines del Sur), había en ese lugar una hondonada que en la época de lluvias se convertía en una laguna en la cual nos sumergíamos y de donde sacábamos los renacuajos que luego se transformarían en ranitas dentro de palanganas en nuestras casas. Meterme en el agua sucia me valió en más de una ocasión una buena cinchaceada por entrar cubierto de lodo en la casa. En esa época eran verdaderos «jardines», pues cada casa tenía su propia versión del paraíso en el frente (y nada de verjas ni rejas ni portones), y cuando las lluvias comenzaban, no era extraño hallarse con un gran sapo en el césped del frente.
Paseábamos en bicicleta por toda la colonia, que entonces no se había convertido en el laberinto de callejones sin salida que es ahora debido a todas las rejas que los temerosos vecinos han colocado, ni guardianes, ni personas que limitaran el paso de los viandantes.
En la parte de más reciente construcción de Jardines de la Asunción, en la diagonal 14 y la 20ª. calle, se encontraba un bosquecito de cipreses. Al otro lado se podía ver el mercado Asunción, que ahora está rodeado por la Unidad Periférica del IGSS, bodegas y otras casas que fueron edificadas luego del terremoto de 1976. En ese lugar se estacionaban las camionetas de la ruta 9, que llegaban por el puente La Asunción hasta la finca El Zapote.
Algo mejor que un parque prohibido
Jugábamos beisbol con los patojos de la cuadra en el «campito», como llamábamos al que ahora se ha convertido en un parque municipal «administrado» por un comité que ha reglamentado su uso de tal manera que solo falta que se prohíba entrar en él en absoluto, a menos que uno sea miembro de lo que muchos confunden ilusamente con un «condominio», pero que no es más que otra colonia. En ese sitio les di un par de patadas en el rostro a unos vecinos puertorriqueños que trataron de darme un escarmiento por llegar tarde a la reunión de la «pandilla». Desde entonces se reafirmó mi deseo de ser un solitario. El hijo mayor de los vecinos de enfrente fue la única persona que leyó el primer cuento que escribí, a los 12 años, y que dio inicio al hábito que me ayudó a mantenerme cuerdo en medio de la soledad de los hijos únicos.
Poco tiempo después, el gimnasio Zar' Doz tuvo sus inicios en el Novicentro, donde antes hubo una pista de patinaje, en el mismo piso donde se estableció la primera Pizza Hut de la zona 5, que no era tan glamorosa como la que ahora se encuentra en la 27ª. calle, cerca del Muñecón.
Fue en esa esquina, la que está ante la mirada del monumento al Trabajo, donde si no mal recuerdo hubo una sucursal de los helados San Gregorio (aunque mi memoria puede engañarme), y fue mientras caminaba una madrugada a dos cuadras de allí, desesperado porque el ruletero no pasaba, que tuve que correr en retirada cuando cuatro asaltantes armados con un revólver me persiguieron pasada la medianoche, hasta que entré en el restaurante Los Emilios, donde me dieron refugio hasta que un ruletero llegó, ya que en aquellos tiempos abría hasta muy tarde. Eso sucedió allá por 1985, cuando volvía de trabajar en el famoso hotel El Dorado (ahora Barceló).
Y podría seguir recordando muchas cosas más: los felices días gélidos de noviembre y diciembre, las agobiantes tardes calurosas de marzo, los juguetones días lluviosos de mayo, las tremendas tormentas eléctricas de antaño, y los rayos que, como sierras o cuchillos, partieron a dos cipreses en dos. Ambos árboles estaban muy cerca de mi casa, y en una de esas ocasiones yo veía fijamente el ciprés que, fulminado, se quemó delante de mis aterrorizados ojos.
Puedo decir que la zona 5 ha sido para mí un refugio entre el limbo de la antigüedad del centro que nunca cuaja y la violencia del futuro que empezó hace mucho tiempo, y que se encuentra en la periferia de esta ciudad que a muchos les resulta muy grande, a otros demasiado pequeña, pero que para mí es suficiente, porque es el lugar que me vio nacer y que, seguramente, me verá desaparecer también.

jueves, 11 de abril de 2013

Cualquier lugar menos en la zona 5.




Sé perderme en cualquier lugar menos en la zona cinco. Cuando me pedían un número de emergencia en el colegio para llamar por mis ataques de asma, siempre decía: Jardines de la Asunción, Zona cinco. Me preguntaban de nuevo por un número y yo contestaba lo mismo. Era lo único que conocía o lo único que me importaba conocer. Creo que realmente es lo único que conozco.
Soy de las hijas que siguen llamando a las tiendas con el apodo de la dueña, de las que lloraba por un helado en Rorro's y de las que se reía con los chistes sobre la mara five. Nunca supe de ellos pero siempre copiaba la risa de mi papá y sus amigos para sentirme mayor. Los de la cuadra de mi mamá se sentían como mis amigos, los del arco tres ya eran como familia. Los sábados de ceviche paseábamos por toda la zona cinco en un pickup y sentía como cuando jugábamos con mis primos con un carruaje manejando por los corredores en la casa. 
A pesar de que las calles no podían estar más agrietadas, seguíamos patinando. Tuve mis mejores raspones en esa zona. Aprendí cual era el mejor lugar para poner las "bases" para jugar Quick Ball, la primera llamada falsa que hice fue a mi vecina e investigar los hormigueros en las aceras siempre me alejó de las malas juntas. 
Toda mi infancia la viví en Jardines, en la doce calle. Mi casa quedaba enfrente de Don Saúl, ese don que dacían que siempre andaba armado y tenía en la terraza con un montón de jaulas con pájaros. Él nos llamaba cuando creía ver un ladrón y miraba por la ventanita de su puerta. Nunca vi si tenía cuerpo. Mi prima vivía a la par de don Saúl y mis otros primos vivía en el arco tres. Eramos nuestra versión de la Mara Five. Siempre quisimos encarnar en las historias de los grandes. Esta Mara se conformaba con tocar timbres, caminar hasta el Novicentro bajo el sol y salir a bicicletear siendo colados por un par de perros paranóicos. 
Regreso y el sentimiento es mutuo. La cuadra me extraña y yo la extraño a ella. A la zona cinco no se le regresa solamente para verle los encajes ya amarillos sino para retomar la conversación. Ella te habla, te da el tour y te enseña fotos de nuevo. Te quema olores para que te veas en los shorts de sábados por la mañana. La zona, la cuadra, la casa no le habla al turista, ella solo le agarra los cachetes con bienvenida a los conocidos. Esta zona, esta mujer es grande, regordeta con una peineta dorada para agarrar el poquito pelo que le queda. No importa cómo está vestida, uno solo mira el mantel que está poniendo en la mesa. Uno se sienta porque ya es hora de comer, descansa la cara en la mano y la mira contar de cuando eras patojo. Se puede notar la cara de enamorado, esa con risa de lado que uno pone al verla de nuevo.



Texto: Désirée Cordón. 

viernes, 28 de mayo de 2010

La lluvia ( de arena también) en la zona 5



Con la lluvia el tiempo pasa lento. Sea en el cementerio, en el bulevar o en los recuerdos de ese descampado que durante muchos años fue el Campo Marte... El tiempo pasa lento, incluso se detiene.

Es como escuchar un disco de Radiohead, te congela en ese pensamiento, en una etapa de la vida que te hace dar vueltas en círculos y te hace creer que estás en una espiral.



La zona 5 se disfruta más en invierno por que no hay tanta gente en las calles y la lluvia que obliga a abandonar el centro comercial Novicentro...

Ahora ya no se puede caminar por Los Arcos, la gente bien de la zona 5 norte, ellos fueron los únicos enrejaron sus colonias. Lo que pasa es que la alcaldesa no les da permiso de salir de sus casas, ella debe saber quien entra o sale.




Lo que pasa es que esta zona no es el sobre valorado centro histórico. No tiene grandes edificios, tampoco es una zona residencial en crecimiento económico como la 10 o la zona 15, tampoco es la opulenta zona 14, por eso no cambia. La zona 5 es una colección de suburbios que además tiene 3 asentamientos, La Limoda, la Chácara y Santo Domingo. El resto son colonias olvidadas en el siglo XX junto a sus habitantes... solo es un espacio de tierra comunicado por puentes que une a la zona 1 con las colonias de las clases medias altas de Guatemala.

Que otro cura ha hecho o dicho algo en Guatemala como el Padre Chemita... desde viajes a Tierra Santa, pasando por el turicentro Martitas, una postulación como alcalde con el metro en la ciudad, hasta un par de hijos regados que dicen que tiene y eso si, una escultura con su rostro en la iglesia Santo cura de Ars.

y un Un monumento al trabajo... un pobre asalariado que jamás descansa y que desnudo, saluda con el culo destapado a todo aquél que venga de la zona 16... “¡acá sigo trabajando, desnudo y sin descanso!” el trabajador modelo para el Cacif.

La zona 5 es una frontera, una tierra de nadie en donde puede pasar cualquier cosa. Ahora decorada con arena volcánica del Volcán Pacaya.

viernes, 4 de diciembre de 2009

El Boulevard 14/Confesiones de un posible asesino

Ya hace mucho que no llego a la zona 5. Me gustaría caminar por el Boulevard de Jardines Sur a donde iba de adolescente a llorar sin lágrimas mientras me sentía tan solo, leyendo como un demente libros de Flaubert y poemas de Apollinaire. Me gustaban los grandes pinos con sus raíces heredando el matiz de las arrugas y los hongos líquenes que saltaban del suelo con un impulso vegetal. Me gustaba el Boulevard porque me lo enseñó mi madre una noche que estaba triste y fuimos a caminar como desamparados mientras las estrellas, al fondo del cielo, enchamarradas con las negras hojas, nos miraban de reojo pareciendo nada más que luces frías. En ese Boulevard besé a una novia y corrí por sus senderos llenos de agujas de pino pensando en el mañana y, también inventé que era un bosque que se desbordaba hasta cubrir las carreteras.

Ya hace mucho tiempo que no llego a la zona 5. Talvez desde que murió mi abuela y nos dejó solos en este mar de posibles desencuentros. Pero no puedo olvidar la Chácara ni el Edén. En la Chácara conocí amigos y, de lejos, a pequeños matones que desaparecían cada semana sin dejar rastro ni despedirse de nadie. Ladrones iracundos tatuados que se iban contra nosotros como cabros locos, para quitarnos un quetzal de la bolsa. En el Edén algunos amigos siguen vivos, pero hubo una época que al Little Rabit se lo cargaron de un escopetazo en la camioneta que asaltaba; fue mi único amigo loco, loco de esos cholos. Recuerdo al Otto con sus botas de felpa y al Daniel con su guitarra de charol. Recuerdo la Limonada, a sus cafres engasados y a sus princesas borrachas de oro rojo, jalando casi desnudas sobre un catre, líneas blancas y meteóricas. La Limonada era una colmena laberíntica donde cualquiera se perdía luego de un atraco. Pude ver a los niños ensayando a matar con pistolas de plástico y cuchillos de mesa, en vez de jugar pelota en el campo del Maracaná en el centro de la jungla.


Con mi madre y mis hermanos, gitanos de corazón, vivimos por toda la zona 5. De la Palmita, a la 5 de Agosto, de allí a la colonia Abril, de allá para Santo Domingo, caminado de noche y acortando las calles con la imaginación.


Ya hace años que no regreso a la zona 5. Mi hermana esta enterrada en el cementerio Los Cipreses, y en el segundo nivel esta mi abuela materna. Yo estoy vivo y alquilo un cuarto en la zona 1, ahora le sonrío a la violencia. Aún así, entre galerías Ultravioleta, en los magnos corredores de la casa de la familia Ibarguen y Casa Cervantes, sigo extrañando el Boulevard.

Texto: Lester Oliveros, para Mara Five.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Las putas rifas

Al final del arcoirís hay un ticket "cambiese por un lugar en el paraíso

No hay adolescencia miserable sin rifas de iglesia. No no, no es de exagerar, en realidad es una miseria lo que se vive al tratar de vender los numeritos. Dejá explicar. Imagináte con 15 años, el año es 1998 y te encontrás frente a la entrada de un supermercado. Dos horas después no has vendido ni dos de los 25 números de la lista que, so pena de muerte, te fueron impuestos. Pero claro, quien iba a invertir Q5 en una rifa de iglesia en esa época, en un certamen en donde era una tostadora el premio más costoso. Hay las iglesias de la zona 5.

No es exagerar, el punto es que la fe nos hace, o hace que nuestros padres, tomen decisiones que al final nos afectan la vida. “Eso te forja el carácter” claro, que mejor manera que tener al hijo en la entrada de un comercial vendiendo números mientras podría estar en cualquier otro lado del mundo disfrutando los pocos días de libertinaje que le quedan antes de entrar a la universidad y la vida laboral, de la que no saldrá hasta el resto de sus días.

¿Qué pasa cuando no podemos vender todos los números? El chantaje emocional no tenía precedentes, era como si al tomar la lista y no venderla, era equiparable a escupirle el rostro a la virgen, levantarle la túnica y revisar si en realidad usa o no calzón. No tenía nombre, así de simple.

Recuerdo una vez, pero estaba más pequeño, quizá 1994, en la Iglesia habían hecho otra de las rifas, Yonatan había decidido gabetear lo de su rifa, vendió los diez números de Q2 y entregó la lista sin el dinero. La humillación no tuvo precedentes. Jonatan lloraba, la voz de doña Ana María retumbaba en los oídos de aquél, la señora se aseguró que nunca olvidase que era un ladrón y que le había robado al mismísimo Dios, pues el dinero era para su obra. Jonatan no regresó nunca a la iglesia.

Nosotros (mis hermanos y yo) por el contrario pensamos “eso a mi no me va pasar” vendimos la lista, nunca robamos un centavo. Yo lo que cuestiono no es el robar, cuestiono el asunto de la fe. Si nosotros no decidimos gabetear no era por cuestiones de fe, era por cuestiones de autoestima.
Nadie quería que lo humillaran públicamente, Yonatan fue el chivo expiatorio, que la catolicidad siempre busca para enseñar. Entonces, al final, es más posible que la obra estuviese desvirtuándose, del “voy a vender la puta lista de la iglesia por que alguien me dijo que debía hacer y por alguna extraña razón, a la que llamamos fe lo hago” al “vendo esta puta lista porque no quiero que me humillen pues al final con esa doña no hay que meterse y hay que hacer lo que dice, simplemente porque si”.

Es grato pensar que la adolescencia más dura (dentro de la normalidad de los suburbios de una ciudad de tercer mundo, clase mediera, religiosa y poco violenta) del país es la propia, y sobretodo, la de la zona 5. Pero no nos engañemos, al final todos pasamos por ese tipo de cosas, si no son las rifas de la iglesia, son las del colegio y si no las de la colonia... y todas coinciden con lo mismo... son impuestas, y es una verdadera mierda venderla.
El colmo llegó al punto de que al trabajo te llega la lista, te persigue. Me enteré, no sé si es cierto, pero tengo entendido que en empresas, de esas que ayudan a niños con cáncer con rifas, obligan a todo su cuerpo de trabajadores (imaginen la cantidad de gente) a vender los talonarios y esto es a la fuerza pues si no lo hacen, los trabajadores deben pagar los numeritos.
Sea como sea es a la fuerza, vemos por las calles niños, jóvenes y adolescentes vendiendo números la pregunta es, cuántos de esos niños lo hacen con voluntad propia, y mejor aún ¿De qué me sirbe a mi haber perdido el tiempo vendiéndolas?


domingo, 9 de agosto de 2009

Feria en la Monja Blanca

Una nota amenazante y extorsiva sobresale entre mi puerta. La tomo, tiene el logo de la Municipalidad. "Señor vecino, el día nueve de agosto del dos mil nueve, se realizará la feria de barrio para traer alegría a usted y a su familia. Le rogamos que mueva su vehículo del frente de su casa o de su negocio, porque se instalarán toldos, negocios bla bla bla." Traduciendo: he decidido desde mi posición magnánima de alcaldeza auxiliar, doña Aydé de Pérez hacerlo feliz. Porque usted como vecino de la zona cinco, donde reino, se lo merece. Así que como a usted lo que le hace feliz es el olor a churrasco frente a su casa, le instalaré un puesto de carne de perro. Por eso, o me quita el carro a las seis de la mañana o se lo chamusco con la carne."
Son las seis treinta. Hace media hora quité el auto. No hay tal feria.
Una burbuja enorme empieza a inflarse. Es una ampolla que nace en la dulce superficie de mi hígado.
Mientras, posteo.
Saludos vecinos.

lunes, 22 de junio de 2009

LA MARA FIVE.....

Hace poco conocí a Prado en el gimnasio Zar Doz, por su puesto de la ZONA 5 y ahí pudimos constatar que yo era ese TATO, del que alguna vez se habla en estas historias tan amenas, de esa manera aquel me hizo la invitación para escribir algo aqui en este espacio, lo que me pareció una buena idea, de tal manera decidí visitar nuevamente el sitio y encontrarme con una historia ya conocida y con la observación que el blog no es "mara Cinco" como yo creía, sino que "mara five" al leer esto viene a mi mente los inicios de la popular, famosa y temida - MARA FIVE -

Le comenté a Prado sobre estos recuerdos y le decia que no muy comparto la idea de que esto se le llame Mara Five tambien, tomando en cuenta que muchos vecinos de la zona 5, no siempre apoyaron a la mara, incluso en aquellos años (principios de los 80's) habian algunos jovenes sobre sus primeros 20 años de vida, que ahora tendran hijos adolescentes, que siempre han sido vecinos de la zona 5, pero nunca se consideraron de la MARA FIVE.

De lo poco que puedo recordar, en esos gloriosos años comenzaron los famosos "toques" en la zona 5 todos los domingos alla en la CABAÑA, 39 Ave. entre 22 y 23 calle, con Machine y alla en el SALON PARROQUIAL de la Iglesia Santa Ana, con Music Disco de Chiqui, así pasaban los domingos, reuniendonse todos en esos lugares para bailar y ver a los que mejor lo hacian, en los buenazos retos que se daban, del disco y del break.

Chiqui de la Music Disco, se aventuró a salir de las fronteras de la zona 5 y se llevó los toques alla al Salón Tívoli de la zona 1 y al rato, Tono Machine se llevo su discoteca al salón de la policía de la zona 6 y con esto, los otros jovenes rebeldes de las zonas invadidas sintieron la presión y la amenaza de un grupo ajeno al de ellos y se iniciaron las primeras "broncas" entre maras, pero se necesitó la voz de un lider para unificar a todas "las maritas de la zona 5" ya que aqui estaban divididos en los de La Palmita, de La Chácara, Santa Ana, los del Hoyo, del Edén y otros mas, que no los tengo muy claro ahora, pero al salir de la zona 5 todos con una misma bandera "MARA FIVE" fueron a marcar territorio fuera de estas fronteras.

Al hablar de MARA FIVE, llegan a la mente nombres (apodos mejor dicho) que hicieron el inicio de la historia, algunos de ellos son: nabo, pachuli, calaca, mango, gorila, bam bam, tomate, teban, mudo, muerto, negro, moustro, moroco y muchos muchos mas, que no podria recordarlos.

En fin, todos los que leemos estas lineas somos vecinos de esta famosa zona, pero a mi criterio se que hay tanta gente que nacio justo en el seno de la zona de la ciudad olimpica y nunca pertenecieron y ni les intereso pertenecer a la mara five, con mucho orgullo dicen de que zona son, pero eso no los clasifica automaticamente miembros de esa MARA.

Espero no herir suceptibilidades y ofender a nadie, solo necesitaba hacer esta aclaración, antes de aceptar de lleno la invitación para participar aqui en este blog y compartir con todos, la historias de la zona 5, que en mi caso ya son casi 40 años de biblioteca para tomar algo y sacarlo al publico

miércoles, 10 de junio de 2009

Adán vive en la zona 5


Fui a dejar a Doña Mary a su casa. Era un lunes por la tarde y hacía calor. En la treinta y cinco avenida de la zona cinco, cerca de la veinte calle, de entre los talleres de mecánica llenos de grasa, evadiendo también al zapatero que luchaba contra el pegamento y su olor penetrante, salió un hombre desnudo. Era un tipo viejo, blanco, delgado, con barba. Doña Mary en vez de asombrarse lo vio y me dijo: ese señor siempre anda desnudo porque está loco. Anda diciendo que es un ángel y que Dios le llevó consigo y por eso ya no usa ropa. La gente lo veía como si nada. Y él caminaba hacia el sector más transitado. Doña Mary se bajó del carro y entró a su casa, mientras el tipo desnudo pasaba entre el auto y su puerta, ambos sin verse ni un instante. Me fui de allí cuando Doña Mary cerró su puerta.

Días más tarde, me encontré a Doña Mary y le pregunté por el tipo desnudo. Ella me contó que habían llamado a la policía, como las otras veces, y que había llegado una patrulla. Los policías le pusieron una camisa y un pantalón. La camisa, se la amarron al cuerpo con unos lazos. El pantalón se lo pusieron al revés para que no pudiera quitárselo. Pero el tipo al rato, andaba otra vez desnudo. Entró la noche y siguió así. Hasta que lo apedrearon. Se supone que fue alguien asustado por encontrárselo en medio de la oscuridad. O simplemente fueron ganas de joder. Lo cierto es, que en este edén de calles con casas pintadas de colores pastel, al borde del barranco donde nace el primer gran asentamiento de la ciudad, un tipo cree que ese es su paraíso. Donde se pasea desnudo, a los ojos de su Dios.

sábado, 23 de mayo de 2009

CARLOS Y DENISE

En algún lugar dentro de esta fotografía se encuentra la laguna mencionada en el relato. Notese las bodegas de Cemaco y el colegio austriaco. Suponemos que la laguna, si existe aún esta en el area verde detrás de el colegió en dirección nor noreste. sin llegar al bulevard que llega a Lourde.

Mi mamá que vivió también su historia de amor, se reía cuando los miraba besándose tan temprano sentados en la misma banqueta allá en la zona 5. Era una verdadera historia de amor. Denise tenía el pelo castaño y su rostro era el de una estudiante universitaria con unos enormes lentes que la hacían parecer muy inteligente, o al menos esa fue mi impresión. Era de baja estatura y un cuerpo fino, y parecía ser de buena familia. Vivía en una colonia de clase media en una casa alta de tres niveles a medio construir. Carlos tenía una estatura mediana, moreno, distinguido, con una buena dosis de románico, cantaba con guitarra canciones de amor y desde que vio a Denise se enamoro de ella.
Era el inconfundible amor a first sigth. Este amor los volvió locos, tanto que se olvidaron de sus diferencias, en tanto el padre de Denise se encargaba de recordárselos cada vez que los veía juntos. Por eso los mirábamos tan temprano besándose como si fuera de noche en una calle en plena mañana, cada uno con su uniforme del colegio. Ella se escapaba como podía y el buscaba el tiempo para verla. Nunca les pregunte siquiera el porque de una cita tan madrugadora. En aquel tiempo estaba preocupado por terminar de leer a Nietzche y a Hesse como si fueran un purgante necesario para acabar con mis íntimos rescoldos románticos y religiosos. A Carlos lo recuerdo bien porque además de habernos conocido en los Scout, nos veíamos en ocasiones en la casa de Denise: yo llegaba acompañando a Francisco Soto, o acompañándonos mutuamente por ver a Patricia, una musa sin glamour que se colgaba de árboles y saltaba de acantilados y se arriesgaba en los juegos del bosque con una valentía de amazona; pero además fue la mujer que me inicio en el gusto de la lectura guatemalteca.
Lo recuerdo bien. Fue esa ocasión en la que Carlos invito a Denise a La Laguna Verde, pero debía ir también Patricia para que no inculparan a Denise de haberse fugado con él, que ya en esa época era tan mal visto por el padre que sólo podían verse en la puerta de su casa. Carlos debió saber de mi amor inconfesado por Patricia y me invitó también.

Así que nos fuimos por el camino habitual que tomábamos con los Scout, bajamos la Cuesta del León y subimos hacia el colegio Austriaco y volteamos como yendo a San Isidro, bajamos al río. Siempre que bajábamos al río sabíamos que nos íbamos a mojar los pies, lo sabíamos y por eso llevábamos zapatos viejos y saltábamos de piedra en piedra sorteando el agua clara que viajaba sin prisa entre las rocas y troncos caídos y viejos, y los paredones húmedos vestidos de musgos y ramales hacían del lugar un pequeño paraíso boscoso. Yo era muy callado y Patricia también, aunque cuando sonreía parecía tan maravillosa que yo nunca me atrevía a darle un beso o decirle que me gustaba. Llevaba siempre el cabello recogido con una trenza, y parecía muy ágil saltando rocas en el río. Denise era más femenina, frágil y romántica. Patricia en cambio nunca hablaba de chicos ni de amor, y tenia muy bien guardada una pasión por los libros que me cambio la forma de ver a las mujeres. Aquella mañana Denise y Carlos, recuerdo que hablaban de sus asuntos y yo debí comentar con Patricia sobre el bosque, las clases y los compañeros Scout. Recuerdo que pasamos un oscuro pasaje que era como un túnel, y recordé siempre el temor fascinador de la primera vez, que era como un deseo, o una sensación de internarse en otro mundo, o de resurgir en un mundo muy distinto, como en un sueño cuando uno ve al fondo una luz muy pequeña que a cada paso va creciendo hasta entregarnos la clara luz refulgente del otro lado. Así fue esta vez, Patricia pasaba frente a mí y yo sentía la presión del agua contra mis piernas y el temor que el río se creciera de repente. A medio camino, la oscuridad era tan presente y el ruido del agua atronador que realmente parecía que uno estaba caminando por un sitio peligroso, por donde la única luz eran unos respiraderos muy pequeños donde la claridad se ahogaba. Al fondo apareció la sagrada luz, y el rumor se fue espaciando con forme llegábamos a la boca del pasaje, y el terreno por el que caminábamos perdía irregularidades. Subimos una lomita y vimos la laguna. Era verde esmeralda y estaba rodeada por paredones montañosos y pinos que la envolvían en un verde profundo como en un sueño lucido. Hicimos un pequeño campamento, y Carlos bajó con Denise a revisar el fondo para los saltos venerables que siempre emprendíamos desde una base de concreto que debió ser en algún tiempo un intento fallido de alguien por construir un tipo de presa o dique para sanear la laguna. En realidad la laguna era un estanque cubierto de un alga que no habíamos visto en ningún otro lado, eran como pequeñas escamas verdes que al reproducirse lograban el encanto de cubrir toda la superficie de una alfombra vegetal. Patricia me dijo “has leído algo de Rigoberta Menchu”, sólo sé un par de chistes le dije, sin darme cuenta de mi error. Sacó un libro y empezó a leer sentada en el borde de unas gradas sepultadas entre la tierra. Yo me dediqué a observar la naturaleza, el cielo, esos sonidos escondidos entre los árboles y vi un par de ardillas saltando de rama en rama, y a unos pajarillos hermanándose bajo el sol.

Carlos y Denise habían desaparecido. Y yo no tenía nada de que hablar con Patricia. Ella estaba tan concentrada en su lectura que resolví tirarme desde el dique. Salté, al cabo de muchos intentos fallidos, temía realmente el instante de saltar y estar a merced de la gravedad violenta. Pero al lanzarme logré la atención de Patricia y la animé para que saltara también. Y me vio con algo de rabia y una sonrisa insolente y me di cuenta que se había molestado. Subí empapado y lleno de minúsculas algas regadas por la piel. “Qué lees”, le pregunté, y ella me volteo la pasta y pude ver a una mujer indígena y el título “Soy Rigoberta Menchu y así me nació la conciencia”. Yo si había leído a buenos autores pero nunca me había preocupado mucho por Guatemala, y había oído sobre la señora Menchu pero no le puse toda la importancia como para leer sobre ella. Aquella vez me sentí tan ignorante frente a Patricia que llegué a su casa un día con quince libros que había leído en los que figuraban autores tan excéntricos que ella debió pensar que yo había perdido la razón, como decía mi madre en aquella época febril.

Pero esta historia es sobre Carlos y Denise, que eran amantes, y que luego de unos meses ya no los vimos en su habitual banqueta, y quizás nunca supe lo que paso, pero intuyo que fue obra del mismo amor que los unió. A Denise la vi una noche en la zona 1, en el Café Peñalba, dibujando unos ojos en una servilleta. Vivía sola y parecía disfrutar de su libertad. Ahí entre discos de The Cure y Depeche Mode, me atreví a preguntarle por Carlos y no me respondió a los ojos. De Carlos supe que se había unido y luego separado, y luego que se había unido de nuevo con una chica llamada Velvet que también había conocido en los Scout. Ahora los recuerdo porque el mundo se parece a ellos, un poco de amor un poco de olvido, todo por lo mismo, el paso del tiempo.

LESTER OLIVEROS.

miércoles, 29 de abril de 2009

Caminando buscando un camino


Imaginarme como un forastero en las calles de la zona cinco siempre fue fácil. En los Arcos, La Monja blanca, La Ferrocarrilera, Los dos Jardines... antes cuando no asaltaban tanto. Igual de fácil como sentirse propio o ajeno, todo dependía de con quien se está caminando, con quien se anda. Verme como forastero me ha resultado fácil porque de momentos es ausente el sentimiento de pertenencia. Pero hay ciertas partes en las que no, como caminar en el bulevar y pensar que aparte del cementerio, es lo más cerco a un parque que tiene esos suburbios.

La luz en el bulevar es distinta, sobre todo los domingos. Y es que caminar por ahí, buscando un camino que seguir y que por momentos pareciera nunca llegar, son instantes en el tiempo que por muy importantes que sean, son fáciles de olvidar. Así de fácil como toparse con el forajido de turno y saludarlo para que este no te asalte. No es un secreto, en la zona cinco vivimos muchos ladrones: de objetos, historias o recuerdos, pero entre los violentos se puede uno topar con algunos que son corteses, si los saludos, no te hacen nada.

Caminar por ahí me hace recordar las cagadas de la infancia que ahora son chistosas pero antes nos carcomían las entrañas, supongo que lo mismo sucederá en el futuro. Que cuando llegue a viejo, me dará risa lo que ahora me complica la existencia. Lo cierto es que siempre me sentiré perdido en la zona cinco. Es mi laberinto, mi confort, mi ratonera, mi jaula, mi todo. Seguiré buscando mi camino. Los amores perdidos, encontrados y vueltos a perder, reencontrar rostros y amistades siempre será fácil acá.

La melancolía domina las cuadras a cualquier hora. Habita en los resquicios de las casa, en las puertas de las iglesias. Se arrastra lentamente en el Novicentro, en súper24 incluso, en las fronteras... pues hasta en el campo Marte se sentía. Pero antes, cuando no estaba cercado, cuando la tribuna era testigo del tiempo y era un campo sin luz. Recuerdo que fue ahí lo más lejos que llegué caminando la primera vez que decidí huir de casa. Fui un cobarde, regrese tres horas después, pero claro, mi único destino era ser un niño de la calle.